Llevo unos cuantos días en que a duras penas sí salgo del laboratorio; de ahí que no sea muy sorprendente que lo más llamativo y digno de contarse (¿?) que vi ayer fuese... un yonki. Alto, muy alto y rubio; sueco, sin lugar a dudas, pero mostrando a las claras los zarpazos del diablo vestido de ángel: las mejillas hundidas, plegadas sobre la boca sin dientes; el cuerpo esquelético y el andar desgarbado... arrastrando las palabras mientras les contaba a una pareja de chicos, que le hacían el mismo caso que a los papamoscas grises que estos días inundan Lund, que necesitaba unas monedas para llamar por teléfono, para coger un tren, para comprarse un bocadillo, para buscar dónde dormir... en el idioma que sea las mismas excusas y la misma mierda detrás, enturbiando una vida que merecía la pena ser vivida. Os parecerá una tontería de entrada, pero realmente me resultó extraño ver lo de siempre en medio del paisaje utópico de casitas con jardín de los prósperos países nórdicos. En fin, menos mal que tenemos las luces; para algo servirán...
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