El otoño se acerca, por no decir que aquí arriba lo tenemos casi encima. Sin embargo todavía se puede ver bastante bicherío (en sentido estricto, de animal invertebrado); y lo que más se nos cuela en casa por la noche por el ventanuco abierto del baño son crisopas. Estos insectos del orden de los neurópteros (que incluye animales tan vistosos como los Libelloides o la Nemoptera) siempre me han parecido encantadores: con esa pinta tan delicada y esas alazas vidriosas; destacando en el cuerpo verde pálido los ojos dorados y metálicos, como dos pulcras cabecitas de alfiler. En castellano no tenemos un nombre popular para estas criaturas, pero los ingleses, tan sensibles ellos a las cosas del campo, las llaman lacewings: “alas de encaje”. Pese a su aspecto inofensivo, estos bichos son, junto con las mariquitas, el terror de los pulgones. Mayormente las larvas: unos malos bichos de mandíbulas tenaces; y agresivos además, ya que cuando inadvertidamente se me ha caído alguno en un brazo o así en seguida lo he notado... Las crisopas tienen además un último detalle encantador, que es cómo ponen sus huevos sobre pequeños pedúnculos de seda para evitar que se los coman las hormigas; teniendo el conjunto de la puesta el aspecto de un bosque en miniatura. Pero mejor me callo yo, y que os lo cuente el maestro...
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