No sé si las semillas llevarían tiempo en el terreno o si llegarían recientemente en los pies de alguien; lo que sí sé es que hasta este verano nunca había visto estas pequeñas flores amarillas asomando discretas en el pinar de medicina. Asomando desde tallos rastreros que, desde el centro y la raíz, se extienden pegados al suelo rectos como los radios de una bicicleta: los tallos pubescentes y de hojas compuestas típicos de los abrojos Tribulus terrestris.
Esas discretas flores amarillas dan paso luego a estos frutos de aspecto admirable y amenazador, frutos que dieron nombre en su origen (¿o fue al revés? ¡Quien se acuerda ya!) al arma a la que se asemejan y que funcionan de la misma manera: los frutos de los abrojos no están hechos para engancharse sutilmente al pelo, como los de la bardana, sino que su objetivo es hincarse en la carne, causando seguramente múltiples tribulaciones al desdichado que los pise... cosa que no espero que me pase a mí, que me cuido siempre muy mucho de ir alegremente con chanchas por el mundo en cuanto llega el verano. Yo me quedo con la parte buena, la de la admiración. La de poder sacar una entrada a partir de un hierbajo.
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