Mañana domingo cumple mi madre 70 añitos, y esa es la principal razón por la que este año, en lugar de remolonear en Madrid hasta el Miércoles o Jueves Santo, he subido ya hoy a Orense, dejando atrás una ciudad en la que por fin los cielos comenzaban a llenarse de vencejos... y las aceras de nieve ocrácea. En el mundo vegetal siempre hay quien gusta de llevar la contraria, y si bien la mayoría de las plantas florece y fructifica al final de su vida, o bien si viven muchos años florecen pronto, pero van engordando sus frutos con la ayuda del sol del verano; las hay a las que las come la prisa y, no bien llega la primavera, se apresuran a florecer y regarlo todo de semillas, para después ya dedicar el resto del buen tiempo a crecer sin preocupaciones. Hacen esto los sauces por ejemplo, o los chopos, o... los olmos, que son los artífices de la nieve primaveral que cubre Madrid estos días. El olmo siberiano Ulmus pumila es una especie que, por resistir bien tanto la grafiosis como la mala vida que la ciudad da a sus árboles, se ha plantado mucho por la capital, y se ha asilvestrado aún más; enseñoreándose de cuanto solar o jardín queda descuidado un par de años. En primavera pasan de los primeros del marrón al verde cuando brotan sus flores femeninas, pero están de nuevo estos días enredados en metamorfosearse del verde al marrón; por unos días, mientras tiran todos sus frutos ya tempranamente maduros; y verdes (por las hojas, ahora sí) estarán de nuevo en breve espacio. Y entremedias dejarán detrás un reguero de porteros cabreados y de niños felices pateando montoncitos pardos; montoncitos de sámaras que juegan a persegurise unas a otras cada vez que sopla un poco de aire...
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