De igual modo que el sábado no conseguimos estar solos ni un segundo, tal era la afluencia de gente al monte, el domingo en cambio raro fue que nos cruzásemos con alguien. Tras desayunar tranquilamente y con un ojo puesto en el cielo, pues la amenaza de lluvia fue más o menos constante a lo largo del día, empezamos la mañana visitando la especie de "ciudad encantada" de Castroviejo, en Duruelo de la Sierra.
Esta parte del sistema Ibérico está formada por grandes bloques de conglomerado, bloques a los que la erosión del agua, el hielo y el viento va despojando de sus partes más blandas, labrando un laberinto por el que hubiéramos debido echar algo más de tiempo.
Pendiente abajo, el paraje terminaba abriéndose en un mirador sobre la incipiente ribera del Duero, recubierta de pinos en vez de vides en este tramo inicial.
A poca distancia de Castroviejo está el paraje de la Cueva Serena, un gran extraplomo por el que el agua escurre de continuo; salvo en invierno, cuando aparentemente se congela y llega a formar una gran columna... cosa que no vimos, claro; y la poca lluvia que caía tampoco había agrandado el chorro hasta el volumen que adquiere en primavera.
Realizamos todavía una última parada en un lugar solitario de paisajes boscosos y pétreos, pero antes, buscándolo, acertamos a pasar por accidente por el campamento de La Nava, en Covaleda, antiguo lugar donde acudían maestros de toda España a imbuirse del Espíritu Nacional. En torno al campo de instrucción, cada promoción había dejado su monolito, frente al arco que empezó a derrumbarse este año. Vacas y caballos, ajenos al aire decadente y depresivo que desprendía toda la zona, daban a la hierba del campo el mejor uso que hubiera podido tener.
Y las últimas estampas sorianas quedarán ya para mañana. Cierro esta entrada con esta Amanita muscaria, tan lozana que daban ganas de comérsela; de las pocas setas no pasadas que el avance del otoño y de los recolectores habían dejado en el monte.
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