Estaban
las dos sentadas en la escalera del metro de Moncloa, jóvenes y guapas, con la
belleza que irradia de las sonrisas sinceras; hablando en lengua de signos. A
saber de qué, pero a toda pastilla, como cualquier otro de su edad. La gente
(yo el primero) mirándolas de forma más o menos disimulada, que este tipo de
asuntos siempre despierta la curiosidad. Una entonces gesticuló algo, y a la
otra se le puso cara de “¡ay, pobrecita mía! ¡Jajaja…!” (ojos como platos, sonrisa
incrédula tapada con la mano… siempre en silencio), y abrazó y besó a su compañera. Eso no necesité
que me lo tradujeran…
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