Caballerosidad cobarde

El martes pasado quedé con Cristina. No os sonará mucho, claro, porque desde que nos conocimos en el curso de Barcelona hace más de dos años no nos habíamos vuelto a ver ni os he hablado de ella (aunque sí que ha comentado todas y cada una de las entradas en las que me desespero por la tesis :-p). Con el correr de los años (¡los años, ay!) estamos ya los dos a punto de terminar, y nos pegamos una buena sesión de quejas doctorándicas mientras paseábamos un poco por todas partes, Retiro incluido.

No siendo para ir al aeropuerto, en Madrid no suelo viajar nunca en autobús. Pero tras dejar a Cris en el suyo y ver que por la misma parada pasaban los dos que llegan desde el centro a mi casa (2 y 202) me dije que ¿por qué no?, y allí estuve esperando como un tonto en la parada e triple de lo que hubiera esperado por el metro. Y después, uno de los viajes más incómodos que recuerdo: larguísimo, con el autobús hasta los topes y un retaco hidrofóbico buena parte del trayecto debajo de mis narices, y la conductora avanzando a base de acelerones y frenadas tooodo el trayecto. Y toda la gente con las caras largas, cansadas; horribles. Y los viejos cediéndole el asiento a los aún más viejos, porque nadie de menos de 50 años movió en tres cuartos de hora el culo de su sitio si no fue para bajarse. Pero no puedo ni quejarme ni indignarme yo precisamente, que en el transporte urbano siempre me quedo de pie para no verme en la tesitura de tener que decidir a quién le cedo el sitio, porque incomprensiblemente me da mucha vergüenza; caballero por omisión.

"Caballero por omisión". A veces discurro cada cosa...